sábado, 7 de marzo de 2009

CON LA MIRADA EN ALTO

Durante el transcurso de este 2009 estamos recorriendo el Año Internacional de la Astronomía, según estableció la UNESCO, el organismo de las Naciones Unidas dedicado a la educación, la ciencia y la cultura. Se tomó tal determinación porque en enero se cumplieron cuatro siglos de la invención y uso del telescopio por parte de Galileo Galilei, figura emblemática de las ciencias que, como era característico en el Renacimiento, abarcó campos conexos pero hoy divididos en materias específicas: astronomía, física, matemática, filosofía, además de incursionar en todas las artes y en la literatura. 
  Como ocurre casi siempre en estos casos, se discute acerca de al menos un par de contemporáneos del científico italiano que, separadamente, podrían haberse anticipado al invento. Es probable que se trate de coincidencias, aparte de que el logro de Galileo fue perfeccionar un artefacto preexistente pero bastante más rudimentario. La importancia enorme de Galileo no la da tanto el haber conseguido el mero instrumento, sino la magnífica investigación que llevó a cabo con él. Los resultados de su trabajo fueron asombrosos y conmocionantes, para su mismo autor y para todo el mundo del conocimiento de la época, al que le abrió perspectivas antes impensables. Las consecuencias de esa apertura (y por lo tanto de ruptura con las concepciones hasta entonces vigentes acerca del universo) le valieron ataques, juicios, condenas, toda clase de penas y disgustos, la obligación de retractarse y silenciar sus descubrimientos y teorías, para terminar en una virtual auto reclusión en la que, sin embargo, continuó sus estudios hasta perder la vista, unos años antes de su muerte, acaecida en 1642.  
  En este año dedicado a la astronomía, homenajear a Galileo -tan merecidamente- no es lo único que se pretende, sino que se desea despertar el interés general por mirar el cielo y aprender más sobre las maravillas del inmenso espacio en que navega este diminuto grano de polvo que es la Tierra, nuestro hogar.
  Levantar la vista y contemplar el infinito, ya sea a simple vista, por medio de binoculares, de un modesto telescopio casero o de un poderoso instrumento de última tecnología, no puede menos que emparentarnos en el asombro con los más remotos ancestros de la humanidad, aquellos que ya puestos de pie y pensantes, echaron hacia atrás la cabeza al caer la noche y se ensimismaron en la contemplación de una oscuridad profunda pero centelleante de cuerpos luminosos y de una inmensa luna como a punto de caérseles encima (1), objetos que se desplazaban en conjunto a lo largo de las horas y de las estaciones, para ser finalmente borrados por la luz de un sol cegador imposible de mirar sino reflejado en el agua. Se trataba de una realidad incomprensible, de cosas que estaban efectivamente allí pero que no se podían alcanzar de ninguna manera. La curiosidad que encendía tal espectáculo, siempre renovado, debe haber desarrollado y estimulado muchas neuronas y conexiones cerebrales de nuestros lejanísimos antepasados. Intentaron explicaciones, advirtieron la sincronía de los ritmos estelares con los de la Tierra y aprendieron a organizar sus vidas de acuerdo a su sucesión sin perder un ápice de la reverencia y fascinación primigenias que alimentaron, y alimentan, curiosidades intensas y otro universo de mitos, de elucubraciones, de filosofía, de camino hacia las religiones.
  A muchos milenios de distancia de aquellos interrogantes iniciales, no nos sentimos tan lejos de esa humanidad arcaica desde el momento en que la ciencia, al proveernos de complejísimos aparatos de observación y medición que hasta auscultan el universo unos pasitos “fuera de casa”, y al aportarnos montañas de novísima información, sólo nos enfrentan a nuevos enigmas y abren un vistazo a especulaciones e infinitas posibilidades insólitas, áreas donde quedan bastante disminuidas las aparentemente más locas expresiones novelescas, cinematográficas y televisivas del género que se ha dado en llamar ciencia ficción.  
  Mirar el cielo y, en nuestra medida, procurar adentrarse un poco en sus misterios, dejarse embargar por el asombro (al que no son inmunes las más avezadas personalidades de la ciencia, muy por el contrario), y formularse miles de preguntas, aunque no hallemos respuestas a todas, entiendo que puede resultar muy saludable. Cuando se empieza a considerar una realidad en términos de cientos de millones de años, de años luz (2), de vacíos cósmicos, de agujeros negros, de colapsos gigantescos, de hipótesis acerca de la probable materia oscura aun no comprobada, de “agujeros de gusano” que permitirían acceder a dimensiones paralelas, de estrellas que estamos viendo hoy pero que en realidad se extinguieron hace millones de años, y muchísimo, interminablemente más, resulta imposible bajar la vista al suelo en que estamos parados y no observarlo con mucho mayor amor y respeto, porque a pesar del maltrato que le venimos propinando sigue siendo el único, absolutamente el único amable rincón del universo donde podemos desarrollar nuestras vidas, modestísimas, insignificantes vidas en tal inmensidad tan bellísima como hostil, pero nuestras vidas.  
  Apenas una mínima incursión en otros espacios y magnitudes no nos aparta de este mundo; a menos que se carezca de toda sensibilidad, sucede al revés: inspira el afán por dar trascendencia valiosa a la breve pequeñez humana, produce un intenso sentido de hermandad con todos los demás seres y vuelve absurdas la violencia y el arrasamiento que sistemática e indiferentemente se aplica a los habitantes y al reducido jardín del universo que de tan chiquito casi no se distingue en el borde de la Vía Láctea. 
  Vale la pena experimentarlo.

(1) Nuestra Luna tiene un tamaño que es el 27% del tamaño de la Tierra. De todo el sistema solar es el satélite natural más grande con respecto al planeta que orbita. 
(2) El año luz no es una medida de tiempo sino de distancia: la distancia que recorre la luz en un año, es decir, unos 9,5 billones de kilómetros.