sábado, 16 de agosto de 2008

PRIMAVERA, BOSQUES Y CIERTO PALACIO


Y no es un cuento de hadas  

Pese a que todavía corre agosto, la estación del verdor y los colores encendidos ya sentó sus reales hace rato, y aunque ciertos días el termómetro marque pocos grados, ella se hace la desentendida ante los gorros y abrigos de la gente y continúa en lo suyo. Los mosquitos zumban con saña, y en la penumbra que antecede a la noche, desde un par de semanas atrás, se escucha el canto del zorzal, todavía un poco áspero. Rachas y tormentas no consiguieron derrumbar del todo el espléndido rosa de los lapachos que, hoy por hoy, parecen seducir universalmente, menos a algunos frentistas que reclaman su tala porque estorban la cochera, levantan las baldosas o ensucian la vereda. Los mismos vecinos que, lógicamente, preferirán árboles prolijitos y aburridos que parezcan extraídos de la maqueta de un arquitecto, y que si fueran de plástico, mejor. 
  Por el contrario, se podría creer que tanta energía lozana, tanto derroche de belleza, así como su contraparte, la devastadora y persistente sequía actual y sus ominosas consecuencias, terminarían por imprimir con fuerza en las mentes de todos la clara noción de la dependencia absoluta que mantenemos los seres vivos respecto de la vegetación y del agua; que serían suficientes para conmover y despertar conciencias sobre el valor inestimable de la vida en todas sus formas y de la necesidad impostergable de conservar y proteger, con sensata determinación y con apuro, bienes tan valiosos, indispensables y codiciados que aun poseemos pero que permitimos e incluso incentivamos que se nos esfumen o degraden, día tras día, hora tras hora -como son ríos, lagunas, humedales, bosques y pastizales nativos, suelos; así, todo junto, nada por separado, porque se conservan juntos o desaparecen, juntos también. Nuestras mentes estrechas precisan desarmar el todo en porciones para poder entender (eso suponemos), en tanto que la naturaleza arma “paquetes integrales”. La especie humana está directamente involucrada en esa progresión de extinciones, pero nos cuesta aceptar que constituimos el furgón de cola de ese peligroso tren, imposibilitados de desengancharnos ante el accidente que se avizora, a la vez que somos apenas unos recién llegados, con escaso tiempo y experiencia de estar en el planeta, con una antigüedad en él ampliamente sobrepasada –y por muchísimos millones de años- por yacarés, tortugas, cucarachas, y helechos, por mencionar a algunos. Pero sí sobresalimos, en cambio, en capacidad de destrucción del propio ambiente vital, un podio olímpico que ninguna otra especie conseguirá arrebatarnos. 
  Casi siempre -pocas veces de buena fe y generalmente con mala o peor- se destruyen los ecosistemas argumentando la necesidad de producir alimentos, de proporcionar trabajo y de generar réditos económicos. Ninguna de esas posibilidades puede ser efectiva ni extenderse hacia un futuro sin un ambiente sano que la sustente. Así es como aquí se producen alimentos y agrocombustibles que se consumen en otros lugares del mundo a costa de la intoxicación de campesinos y pobladores rurales de nuestro medio, de la contaminación del ambiente y sin que se desvanezca el hambre local; así se otorgan unos puñaditos de puestos de trabajo a cambio de la pérdida de múltiples actividades auténticamente sustentables y arraigantes; así se derriban los montes con gravísimos resultados sociales, sanitarios y climáticos, mientras que un reducido sector sí embolsa ganancias que no se derraman tal como se anunciara al principio; y por esos saldos míseros se envenena permanentemente a la gallina de los huevos de oro. 
  En estos días proliferan los anuncios públicos sobre las intenciones oficiales de propiciar un desarrollo sustentable, pero, en ese marco, resultan desconcertantes múltiples proyectos, actitudes y reacciones surgidas en las mismas áreas y que no se corresponden para nada con los propósitos enunciados. 
  Parece lo más adecuado que se debata la Ley de Protección de Bosques Nativos (*) pero no tanto que la discusión se limite a un sector, por lo cual aguardamos que enseguida se repita la instancia con una convocatoria abarcadora, ya que se trata de una cuestión cuyo impacto involucra a la sociedad en su totalidad y cuyos resultados ni siquiera comprometen únicamente a la provincia, sino al país y a la región e inciden incluso en el clima y las circunstancias mundiales. En medio de tanto discurso de sesgo pretendidamente ambiental asoma a cada párrafo la insistente consideración del monte exclusivamente como madera todavía en pie, sin asignársele otro valor.
  Sorprende además la ambivalencia de presentar y dar apoyo a industrias y actividades que resultarán indudablemente contaminantes sin que medien efectivos marcos regulatorios, una estricta observancia de leyes y normas que están en vigencia pero que las plantas ya instaladas no cumplen ni son controladas para que lo hagan.  
  Llaman muchísimo la atención, asimismo, las respuestas de gran violencia verbal que obtuvo de sus pares la diputada Alicia Terada (y aclaro que no guardo relación alguna con su partido) cuando se opuso a la elección del inadecuado terreno para edificar la legislatura provincial porque éste se encuentra ¡en una zona prohibida!, y prohibida por resoluciones oficiales específicas que fueran elaboradas tras concienzudos estudios. En la ocasión, la diputada basó su postura en contundentes fundamentos ambientales y en las normas vigentes, las que no pueden ser ignoradas, soslayadas, y mucho menos contravenidas justamente por el Poder Legislativo (y en rigor, por ningún poder ni por ningún ciudadano). La agresividad de que fue objeto de inmediato no aparenta emanar de arrebatos momentáneos, ya que se prolongó en los medios de difusión. Ante una postura tan prudente como correcta de parte de Alicia Terada, serían bien vistas las disculpas del caso y un llamado a la reflexión, ya que la clase política, con una imagen tan devaluada hoy en el pensamiento colectivo, podría tal vez quedar sospechada, por su virulenta reacción, de haber sido tocada en un punto demasiado sensible.  

(*) Ley que debe reglamentarse e implementarse -no sólo en los papeles - de manera consensuada, pero pronta y efectivamente, porque toda demora encubre de alguna manera la continuidad de la depredación.